Muchas veces, cuando contemplo el comportamiento humano, me pregunto, ¿por qué hacemos todo lo que hacemos? ¿qué es lo que nos motiva a ello? Puede parecer una tontería, cierto, pero, ¿acaso nadie se lo cuestiona alguna vez?
Es un fenómeno común en todos los aspectos y ámbitos de las seres humanos, todos los individuos nos regimos por el mismo patrón, y por mucho que cada uno defienda su manera de pensar, indiferentemente de su carácter y condición, todos a hechos prácticos reaccionamos del mismo modo.
Para no demorarme expondré directamente la conclusión a la que he llegado; el patrón que nos rige a todos es el compromiso.
El compromiso. Una palabra contundente, cargada de connotaciones sociales, sentimentales... Bien, pues yo me quiero referir a la esencia del concepto que engloba el compromiso.
El ser humano es un animal social, político y de costumbres, de acuerdo. Pero, ¿por qué? Quiero decir, ¿por qué necesariamente las personas nos indignamos con las injusticias, buscamos la concordia, aullentamos los abusos y vivimos permanentemente cara al prójimo?
Todo se debe a un acuerdo preestablecido, con uno mismo y con el resto de sociedad que nos rodea. Nos mueve a seguir con nuestras ocupaciones diarias, a seguir dándonos a nuestra pareja, familia, amistades, a defender una determinada ideologia politica u otra, y demás. Nuestra humanidad, en cuanto a ser civilizados, nos compromete a buscar la felicidad, o si más no, la armonía con nuestros homólogos.
La sociedad nos mueve y nosotros movemos la sociedad.
viernes, 23 de noviembre de 2012
sábado, 10 de noviembre de 2012
Cristales rotos
Entonces, ella no sabía o no quería saber qué hacer. Estaba aturdida, sin fuerzas para continuar. Entre dos mundos, dos caras, dos realidades, perdida...
Los errores o las malas elecciones que se hacen en la juventud, en la escuela, no tienen importancia. Caen sobre una blanda superficie que los amortigua, evitándonos el duro impacto de la decepción. Como los ecos de una ballena en la inmensidad del océano, se sienten pero nunca son molestos. Todo fluye con lentitud, como si estuviese envuelto en una gran esfera en la que el tiempo se paralizara o lo relentizase.
Se piensa que la vida es lo que se ve, lo que se vive en ese instante, que no existe nada más. Somos como pequeños colonos al descubrir algo nuevo. Los horrores y las malas experiencias son para otros, se es inmune a lo que pueda ocurrir, o al menos, eso es lo que pensaba...
Hasta que llegó el día. El momento en el que la vida se vuelve y te observa. El instante en el que el destino decide darte a probar su dosis de amarga ponzoña. En ese momento, ella sintió como su mundo, la extensa masa de agua que la separaba del mundo, de la realidad, se desbordaba.
Fue entonces cuándo la impotencia se apoderó de sus miembros, mente, pensamientos, sentidos... Su ser a merced de todo lo que la habían defendido; el temor,el dolor, la pérdida, la ausencia, de un vacío incurable...
Se encontraba perdida y sin fuerzas, con los pedacitos de toda una vida en las manos y un lejano horizonte frente a ella. Buscó algún tipo de adhesivo para recomponer la esfera de cristal que la envolvía, pero no dio resultado. Provó crear una nueva, empezarla de nuevo, y tampoco funcionó. Las falsificaciones eran más frágiles y menos consistentes, bastaba con dar un paso para que se volvieran a caer.
Sin esfera sentía su cuerpo desnudo, el frío rozada sus frágiles y rosadas mejillas, húmedas por las lágrimas. Sus pies, descalzos, sobre la nieve que pisaba, sus manos no encontraban lugar dónde poder guarecerse. Sin abrigo ni calzado.
La desaparición no era una vía, no era un camino a seguir. Lo único que podía hacer era seguir, gateando o cojeando, con frío, nieve, sol y calor. La vida la esperaba al otro lado de la colina, con los pedazos de una vida pasada en la mano.
Los errores o las malas elecciones que se hacen en la juventud, en la escuela, no tienen importancia. Caen sobre una blanda superficie que los amortigua, evitándonos el duro impacto de la decepción. Como los ecos de una ballena en la inmensidad del océano, se sienten pero nunca son molestos. Todo fluye con lentitud, como si estuviese envuelto en una gran esfera en la que el tiempo se paralizara o lo relentizase.
Se piensa que la vida es lo que se ve, lo que se vive en ese instante, que no existe nada más. Somos como pequeños colonos al descubrir algo nuevo. Los horrores y las malas experiencias son para otros, se es inmune a lo que pueda ocurrir, o al menos, eso es lo que pensaba...
Hasta que llegó el día. El momento en el que la vida se vuelve y te observa. El instante en el que el destino decide darte a probar su dosis de amarga ponzoña. En ese momento, ella sintió como su mundo, la extensa masa de agua que la separaba del mundo, de la realidad, se desbordaba.
Fue entonces cuándo la impotencia se apoderó de sus miembros, mente, pensamientos, sentidos... Su ser a merced de todo lo que la habían defendido; el temor,el dolor, la pérdida, la ausencia, de un vacío incurable...
Se encontraba perdida y sin fuerzas, con los pedacitos de toda una vida en las manos y un lejano horizonte frente a ella. Buscó algún tipo de adhesivo para recomponer la esfera de cristal que la envolvía, pero no dio resultado. Provó crear una nueva, empezarla de nuevo, y tampoco funcionó. Las falsificaciones eran más frágiles y menos consistentes, bastaba con dar un paso para que se volvieran a caer.
Sin esfera sentía su cuerpo desnudo, el frío rozada sus frágiles y rosadas mejillas, húmedas por las lágrimas. Sus pies, descalzos, sobre la nieve que pisaba, sus manos no encontraban lugar dónde poder guarecerse. Sin abrigo ni calzado.
La desaparición no era una vía, no era un camino a seguir. Lo único que podía hacer era seguir, gateando o cojeando, con frío, nieve, sol y calor. La vida la esperaba al otro lado de la colina, con los pedazos de una vida pasada en la mano.
viernes, 2 de noviembre de 2012
Un tema tradicional, una visión actualizada.
En este espacio me dedicaré a hablar sobre el amor.
Sí, habéis leído bien, el amor. Seguramente os preguntaréis, "¿esta chica se ha vuelto cursi?". No, tranquilos, sigo siendo una humanista racionalista.
Tampoco quiero tratar este tema porque me haya enamorado o algo por el estilo. Hablar del amor no tiene nada que ver con haberse encariñado de alguien.
Es mucho más sencillo. Tiene que ver con esta afirmación: amar no depende de lo que uno reciba, sino de lo que uno esté dispuesto a dar.
Simple, ¿no? Puede, pero cuando me paro en medio de mi rutina y contemplo atentamente lo que me rodea; las personas con las que me cruzo, situaciones que presencio, amistades de la universidad o del colegio, la familia... Me doy cuenta de que esta máxima no se vive ni se ve así.
El amor no es algo que dependa exclusivamente de los sentimientos, ya que, si quisiésemos en función de nuestros estados de ánimo estaríamos contínuamente: "hoy te quiero, hoy no me apetece quererte, hoy no tengo ganas de hablarte..." y así contínuamente. Al fin, nuestra vida sería un sin vivir.
No a lo que me refiero es la finalidad primera y última del amor. No tiene nada que ver con buscar el lucro propio, ni el satisfacer necesidades de nadie, ni el ir por interés, no es tampoco querer por compasión o lástima. El amor es, en una palabra, darse.
Sí, he dicho bien, darse. Ser generosos, buscar el bien sincero y aunténtico de las personas que nos rodean; familia, amigos, pareja, compañeros. En mayor o menor medida, obviamente cada relación merece su dosis, pero siempre debemos tener una actitud desinteresada y generosa.
Si se me permite, añadiré que la máxima que he planteado no se sigue en la sociedad actual, rendida a los lujos y placeres, al individualismo y al egoismo. No se encuentra el interés en algo que puede que no sea recíproco.
No interesa... Ahí radica el error.
Solo advierto una cosa; si se elimina el amor, un amor auténtico y generoso, se pierde la vida. Estamos contínuamente en contacto con otras personas y las relaciones humanas, por antonomasia, se rijen por el amor. Por esa voluntad de hacer y buscar el bien del prójimo.
Sí, habéis leído bien, el amor. Seguramente os preguntaréis, "¿esta chica se ha vuelto cursi?". No, tranquilos, sigo siendo una humanista racionalista.
Tampoco quiero tratar este tema porque me haya enamorado o algo por el estilo. Hablar del amor no tiene nada que ver con haberse encariñado de alguien.
Es mucho más sencillo. Tiene que ver con esta afirmación: amar no depende de lo que uno reciba, sino de lo que uno esté dispuesto a dar.
Simple, ¿no? Puede, pero cuando me paro en medio de mi rutina y contemplo atentamente lo que me rodea; las personas con las que me cruzo, situaciones que presencio, amistades de la universidad o del colegio, la familia... Me doy cuenta de que esta máxima no se vive ni se ve así.
El amor no es algo que dependa exclusivamente de los sentimientos, ya que, si quisiésemos en función de nuestros estados de ánimo estaríamos contínuamente: "hoy te quiero, hoy no me apetece quererte, hoy no tengo ganas de hablarte..." y así contínuamente. Al fin, nuestra vida sería un sin vivir.
No a lo que me refiero es la finalidad primera y última del amor. No tiene nada que ver con buscar el lucro propio, ni el satisfacer necesidades de nadie, ni el ir por interés, no es tampoco querer por compasión o lástima. El amor es, en una palabra, darse.
Sí, he dicho bien, darse. Ser generosos, buscar el bien sincero y aunténtico de las personas que nos rodean; familia, amigos, pareja, compañeros. En mayor o menor medida, obviamente cada relación merece su dosis, pero siempre debemos tener una actitud desinteresada y generosa.
Si se me permite, añadiré que la máxima que he planteado no se sigue en la sociedad actual, rendida a los lujos y placeres, al individualismo y al egoismo. No se encuentra el interés en algo que puede que no sea recíproco.
No interesa... Ahí radica el error.
Solo advierto una cosa; si se elimina el amor, un amor auténtico y generoso, se pierde la vida. Estamos contínuamente en contacto con otras personas y las relaciones humanas, por antonomasia, se rijen por el amor. Por esa voluntad de hacer y buscar el bien del prójimo.
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